¡Un país de Rock!
Siempre hemos sido una nación de rock, desde que nos fue
trasplantado el género, nos lo ajustamos a nosotros mismos, a nuestro país y a
nuestra forma de ser, nos creamos nuestra propia voz de rock, nos cosimos a la
piel nuestro estilo de metal, nuestro punk suena venezolano y nuestra fusión
destila tricolor.
El rock llegó a nuestro país en circunstancias únicas,
sin el estigma de ser música de clases pobres, ni de juventud protestona o
inconformidad sexual, llegó de la mano del principal productor de riqueza en
Venezuela, la explotación petrolera, y con la guitarra, bajo y batería del extranjero
que venía a trabajar en nuestro país; se estacionó en el Zulia antes de meterse
en las venas de todo el país y crear su propia marca de rebeldía joven en un
país con pocos motivos para revelarse, ofreciendo opciones a quien no las pedía
y prometiendo delicias carnales a un país “virgen” y orgulloso de serlo.
Sin embargo el rock se abrió paso entre la música llanera
y el folklore típico de cada región, la balada casi hímnica con inspiración
italiana y europea en general, los sones del Caribe, el bolero; y después el
disco, la salsa, el pop y la música urbana –pastiche creado a finales de los 70
y principios de los 80 para empaquetar el pop con influencias varias de la
nueva ola de cantautores venezolanos, en su mayoría provenientes de bandas de
rock de los 60 y 70-, para hacerse una pieza indeleble del panorama sonoro de
nuestra patria.
Nuestro rock se sacó la cédula y se dio a la tarea de
crear sus primero nombres, sus primeras ideas y luego sus primeras leyendas.
Comenzaron las experimentaciones y la importación de ideas, que tuvimos que
aclimatar a nuestro calor caribeño del norte de Sur América. Nos hicimos
expertos en versionar (algunos dirían “fusilar”) éxitos extranjeros; y en la
mayoría de los casos, crearles letras en castellano que no tenían nada que ver
con sus originales en inglés, pero al mismo tiempo y tímidamente, comenzamos a
crear nuestras primeras canciones y a darle identidad propia a aquel hijo
adoptivo de nuestra propia cultura popular.
Algunos, mezclaron los estilos, les añadieron percusión y
metales, los hicieron casi bailables y lo acomodaron al oído en clave salsa del
venezolano fiestero y güapachoso, otros convirtieron las calles de Caracas en
su propio Carnaby Street o Sunset Strip (depende de la década) o se crearon una
sucursal de Londres o Seattle sin neblina para poder ir con los tiempos.
El punto es que, de todo este corta y pega, de los
primeros intentos y las primeras caídas, de las primeras negociaciones entre
underground y mainstream en nuestra sociedad, nació nuestra propia idea de un
género musical que se creó a sí mismo, que se dio forma –tal cual un
Frankenstain sonoro- con partes que en teoría no debían encajar, pero que
formaron un rompecabezas con partes de distintas imágenes que terminó viéndose
muy bien, que nos ha dado nombres imborrables, nuestros propios héroes caídos,
himnos, fechas de no olvidar, bandas de renombre local, nacional e
internacional; mitos, chistes, cuentos y parafernalia que es lo que conforma un
movimiento, una historia, una forma de vida y un país de rock.
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